miércoles, abril 29

El arte de llorar en coro


Aquél fue un domingo particularmente bonito. Fuimos a ver departamentos y nos encontramos con uno tan irrealmente bueno, como el hombre ideal. Después del soñado encuentro entre sus ideales espacios, fuimos a comer. La tarde era soleada y la comida bastante buena.

Entonces nos entraron ganitas de ir al cine. Algo ligero, pero no bobo, una peli dominguera bien hecha.
Estábamos entre Déjame entrar (que ya vi, pero sin chistar lo haría de nuevo) y El arte de llorar en coro. La temática de la última se antojaba más suavecita, algo parecido (hasta ahoa me entero) a Un funeral de muerte.

La historia pintaba graciosa y relativamente sencilla: Un padre de familia infeliz, todas las noches insiste en que no quiere vivir y no para de llorar como mariquita. Allan, el menor de sus tres hijos, quien aún se encuentra en la etapa papá-es-mi-héroe, se da cuenta que lo único que lo hace feliz es pronunciar discursos durante los funerales, haciendo a la gente llorar en coro. Entonces el chamaco trata de instigar la muerte del que se pueda, con tal de que no se repita el llanto nocturno. Sonaba bien, ¿no?

Poco a poco, las trama se desenvuelve cual regalo podrido: Queda al descubierto que el padre, quien parecía sólo un gris repartidor de leche, llora todas las noches tendido en un sofá, hasta que Sanne, su hija adolescente, llega en ropa interior a consolarlo. La mamá lo sabe y tiende una complicidad absoluta, al punto de preferir tomar somníferos y hacer como que nada pasa (usual, cierto? dormirse ante lo más terrible, cuando eso terrible se vuelve cotidiano).

Se develan los secretos familiares y el entorno continúa siendo soleado y hermoso, contrariamente a la sensación que produce el filme, claro ejemplo de aquellos días malos, malísimos en los que el contraste entre el paisaje exterior con el interior hace la situación aún más desdichada y que parece decir, después de todo, la vida sigue...

Allan simplemente no comprende en qué radica lo malo en el comportamiento de su padre y es que después de todo, al estar acostumbrado a vivir en ese entorno, la patología deja de serlo y se convierte en algo normal. Entonces, cuando Sanne se niega a seguirle el juego a su padre, Allan la releva para consolarlo.

Algo se quiebra al interior del niño, quien comienza a entender la trama macabra en los chantajes de su padre. Ha dejado de ser su héroe.

Después de una temporada encerrado, el padre vuelve a la casa familiar. Allan y su madre habían estado mejor sin él, pero se resignan a seguir cargando con ese pesado lastre, casi odiándolo, lo cual se puede explicar en un contexto religioso del tipo 'es para toda la vida y así debe seguir' o el ya clásico 'es mi cruz'. Así que el tipo regresa, con todo y su podredumbre, en un día espléndidamente soleado.

Me quedé reflexionando, ¿Cuántos cargan con lastres entendidos como cruces que llegaron para quedarse?

5 comentarios:

Admin dijo...

Habrá que echarle un ojo. Supestamente se iba a estrenar en mayo en cines comerciales, pero luego de merequetengue de la influenza, parece ser que se corrieron las fechas.

Profana dijo...

lo que no contaste, querida, es que cuando salimos del cine, estaba nublado, lloviendo y todo triste: justo como nosotras!

Montserrat Algarabel dijo...

Me encantó lo del "regalo podrido"... no he visto la peli pero, por lo que he leido, me recordó a Zona de Guerra de Tim Roth, solo que con toques de luminosidad y humor. Saludos

Defeña Salerosa dijo...

Tan dura y cortante película...

La Rumu dijo...

Seee nos hbiéramos tomado una foto recién saliendo, con las caras descompuestas...

No he visto zona de guerra, sugerencia anotada, aunque tendré que esperar unos 3 meses para ver algo así de acidote.