Recién me fui de mi casa, acampé en la sala de mi abuela materna y mi tía. Eso fue a finales de 2005, cuando ya había terminado la carrera.
Me pareció buena idea vivir ahí mientras conseguía una renta aceptable. Siempre tuve ganas de volver, aunque fuera un rato con ella, que fue la imagen de la entereza durante mi infancia y adolescencia. También fue ella quien fomentó mi amor por los libros y me dio mis primeras Narraciones extraordinarias de Poe, seguidas de un montón de historias más (por eso había querido hacer este post el día del libro y el día del abuelo, pero me ponía demasiado sentimental).
Mi abuela terminó viviendo sus últimos años en ese condenado departamento por causas que preferiría recordar con menor vehemencia. El bullicio del rumbo le impidió salir a caminar; no tardó en deteriorarse y comenzó a perder la memoria. Hasta el último día que habló coherentemente dijo que quería desaparecer.
Después de eso todo fue un mosaico de momentos y nombres de lo más dispares. La más triste de mis sorpresas fue el día que no me reconoció más. Le dije mi nombre y parecía no recordarlo. La incertidumbre me hizo un nudo en la garganta y ella se quedó mirando hacia una esquina, como si nada. Luego me cambió el nombre por el de una comadre suya y así un par de veces más.
Me sentía nada sin su recuerdo y no pude tomar las cosas con un ápice de humor y preferí hacerme a un lado a presenciar de cerca la vida que le daba el oxigenador cerebral. Odiaba verla negándose a comer a gritos, odiaba verla olvidar el vaso y tomar directo de bote de leche, en suma, odié verla desmoronándose. La abracé unas cuantas veces más y huí cobardemente.
Para marzo de 2006 ya tenía unos meses que me había mudado. Una mañana recibí la llama esperada y no por ello menos indeseada de su muerte. Aturdida, no deseaba más que trabajar todo ese día para aplacar mis sentimientos. No quería llorar en el velorio, no quería ver ni hablar con nadie de nada.
Este fin de semana soñé que visitaba a mi abuela y a mi tía. Me lamentaba que hubiera pasado tanto tiempo. Esa tarde me daría el tiempo para ir. Cuando abrí los ojos me sorprendí pensando qué le gustaría que llevara para comer, qué cosa no le haría daño. Después recordé que murió hace casi 4 años y me odié por haberlo olvidado, porque hay en ese sueño una pizca de mi único arrepentimiento.