Un viaje es la invocación de la distancia para el encuentro, dice Federico Reyes-Heroles.
Desde que la conozco, esa definición siempre me ha gustado, tal vez por las veces en que he osado invocar esa distancia para el encuentro o para el olvido.
Suelo hacer viajes SEMI – aventureros, porque hace años que no acampo y por lo general me gusta bañarme con agua tibia. El caso es que para tales viajecitos [que no viaaaaajes], sé en dónde podría hospedarme y a qué pueblo llegar. No más. He ahí el cosito de la aventura, salir de A con dirección a B, sin predefinir qué tanto puede ocurrir entre ambos puntos.
Y es lo bueno: soltar las amarras, dejarse llevar. Soy una convencida de que la excesiva planeación y las cuadraturas, son tan aburridas (diría Cortázar) como escribir toda la vida en un cuaderno rayado.
He dicho alguna vez que detesto las rutinas y tal vez por eso me gusten tanto los viajes con todo y sus eventuales imprevistos, porque te ponen en ese aprieto tan común, tan sorteable y a la vez tan angustioso: aún haciendo las cosas ‘bien’, aún planeándolo todo anticipadamente, pueden salir varias cagadas.
He ahí la vida: una suma de planes de escritorio que en su mayoría son borroneados regresando de la práctica de campo.
A veces se desea que las cosas sean como las pensamos y ahí está el error. La realidad es y tú la acomodas, participas en ella. Así se sigue el camino con naturalidad, sin pensar si se borra o te pierdes.
De eso modo, viajar se vuelve una prueba de flexibilidad, con chancecitos para corregir o renovar y dejar atrás condicionamientos para volver a reaccionar.
