lunes, abril 19

Bueno Aires, sin pena ni olvido.

Llegamos al aeropuerto a las 2:30 de la tarde y tomamos un taxi en dirección a San Telmo, un barrio céntrico y antiguo. Nos hospedamos en el Art Factory, donde nos recibió un hombre que, contrario al estereotipo argentino, se portó muy amable. El lugarcito estaba decorado de tal forma que no quedaba de otra que ponerse cool: el pasillo verde botella, el lobby rojo carmín con sillones de terciopelo azul y nuestro cuarto con un calendario azteca pintado de piso a techo.

Al día siguiente decidimos tomar un tour por toda la ciudad, cosa que sería fácil tomando en cuenta que Buenos Aires tiene tres veces menos habitantes que el D.F. y el tráfico fluye infinitamente mejor.

Subimos a una camioneta donde una guía animada y parlanchina nos prometió que nos enamoraríamos de la ciudad. El recorrido comenzó en San Telmo, un encanto de barrio, aunque parcialmente descuidado. En algunas partes, las calles son tan estrechas que apenas caben los camiones del transporte público que, de tan viejos, enrarecen el aire al punto de que es posible sentirse como en el D.F.

Paramos en el mercado de antigüedades de San Telmo. Con sus cosas viejas, rotas y coloridas, pudo transportarnos a la época en que la comunicación móvil era sólo un disparate de ciencia ficción. En las aceras pululantes observamos una bicicleta vieja que hacía las veces de puesto ambulante de churros. El vendedor era una suerte de especie rara para algunos paseantes que, ávidos de floklore, se fotografiaban con él.

La ruta hacia el Caminito inició en el estadio de La Boca. Nuestra guía, hincha declarada del equipo, invitó al grupo a pasar pero nadie se animó y la camioneta siguió de largo. Nos adentramos en el corazón del barrio y comenzamos a ver varios conventillos de pálidos multicolores. Nos explicaron que se trataba de uno de los barrios más famosos y más pobres, donde vivían varias familias muy humildes. Imposible no recordar las descarapeladas vecindades capitalinas.

Una vez que llegamos a la parte más turística, El Caminito se mostró en vivos colores que, junto con los tangueros en las calles, conforman la típica postal de Argentina. Muy cerca, donde las casitas comienzan a despintarse y ya no hay más policías, nadie se arriesga a cruzar. Algo similar deben sentir  los extranjeros en Garibaldi.

Subimos a la camioneta y continuamos el recorrido. En una esquina pudimos observar el costado de un edificio con grandes columnas. ¿Saben que edificio es ese?, preguntó nuestra guía con una enorme sonrisa. Resulta que estábamos mirando lo que fue la sede de la Fundación Eva Perón y que ahora aloja a la Facultad de Ingeniería. Con lo que me pareció auténtica emoción, recibimos un breviario de todas las obras en beneficio social realizadas por Evita antes de su prematura muerte. No hace falta gran cosa para darse cuenta de que Santa Evita está en el aire.

En nuestra siguiente parada fuimos a la Plaza de Mayo, donde las abuelas y las madres continúan haciendo un silencioso recorrido semanal, para protestar por los desaparecidos durante la dictadura militar. Sin tanto discurso y con más acciones, sencillamente no se dejan olvidar. Enfrente encontramos la Casa Rosada, símil colorido y afrancesado de Palacio Nacional.

La tarde continuaba espléndida cuando recorrimos la Plaza San Martín. Con el ánimo manso y desde el asombro recorrimos el barrio de Palermo, que impresiona con su arquitectura parisina. Paz decía que los argentinos eran latinoamericanos descendientes de italianos que se creían franceses. Algo hay de cierto en eso. En cada esquina puede verse el fantasma del ideal galo, de la misma forma que México se pinta de barras y estrellas.

Puerto Madero puede presumir de modernas construcciones, restaurantes lujosos, centros comerciales y calles limpias. Algo similar a Santa Fé: barrios de cara joven carecen de arrugas que le arruinen la fachada. Ahora que lo pienso, sería el lugar ideal para Boogie, el aceitoso, que con orgullo dice que forma parte del grupo racista más numeroso: el que odia a los pobres.

El cementerio de la recoleta fue el destino final. Enormes mausoleos que hacen patente la riqueza en vida de sus secos habitantes. Antes de irnos le preguntamos a la guía la ubicación de algunas librerías grandes. Después de algunas indicaciones y de darle un par de sorbos al mate del chofer, fuimos a comer en un restaurant donde se repitió la característica displicencia de los meseros al tomar la orden. Ahora lo sabemos, no son groseros, es más bien que no son lambiscones.

Luego aprovechamos para recorrer Plaza Francia, lugar donde se originó el rock argentino y que fue cuna de los hippies que representaban la contracultura por allá de los 60’s y 70’s y que ahora han establecido un tianguis que adorna la circunferencia del parque. Vendían pulseras de cuero, aretes y collares de vidrio, sahumerios y figuras de madera.

Esa noche, poco antes de las diez, llegamos a El Ateneo, la librería recomendada, que antiguamente fue un teatro que ahora alberga libros en sus grandes y elegantes instalaciones. Para nuestra sorpresa, cerraban hasta medianoche, así que tuvimos un buen rato para curiosear y hacer compras. No había tanta variedad como esperábamos y los autores difíciles de encontrar lo siguen siendo aún por allá, pero pudimos conseguir muy buen material.

Al siguiente día partimos al Delta del Tigre, que se localiza en la provincia de Buenos Aires. Para llegar abordamos un tren que pasó por Vicente López, el barrio presidencial, algo tan lujoso como el lugar que habita el inquilino de Los Pinos.

Al empezar el recorrido, observamos casas de descanso y casas habitación enclavadas en las altas orillas del Delta. Más adelante vimos un lujoso Club de Polo que funcionaba durante la época del esplendor económico en Argentina, allá cuando Menem los mareó con la paridad del dólar con el peso y que ahora es como un silencioso testigo de las riquezas que se han esfumado.

De regreso recorrimos la famosa Avenida Nueve de Julio. En algún punto topamos con el Obelisco, junto al que ondean las banderas de Argentina y de Buenos Aires.

Mi afición por el tango me hizo impensable perderme una noche sin escuchar Volver, en vivo, así que contratamos un paquete que show y cena. Muy comercial, lo sé, pero qué quieren. De regalo, dijo el vendedor, les voy a dar una clase de tango. Tantísimo gusto, con lo que nos gusta bailar, dijimos sin poder rechazar la oferta.

Después de todo, no nos costó tanto trabajo agarrarle la onda al tango, cuyos pasos básicos (pero muuuy básicos) son bastantes sencillos. El el grupo había una pareja de franceses cincuentones que bailaban como si tuvieran veintitantos, un brasileño borracho y su esposa, un par de mujeres solas que me pisaban y que a huevo querían estar en la fila de adelante, entre otros. Luego pasamos al espectáculo que duró poco más de dos horas.  Tal vez hubiera preferido algo más pequeño e íntimo, como de barriada, pero no estuvo nada mal.

El último día en Buenos Aires desayunamos en el Café Tortoni, lugar que vio desfilar a las glorias de la literatura argentina, donde la comida es buena y los precios normalitos. Al terminar recorrimos los elegantes salones y curioseamos entre las notas periodísticas enmarcadas y empotradas sobre las paredes. 

Al salir, aprovechamos para caminar por Corrientes, la avenida que vio nacer el tango y que antiguamente fue el corazón porteño de la vida nocturna y bohemia. Recorrimos varias librerías de viejo y tuvimos afortunados descubrimientos.

Vimos el reloj. Apresuramos el paso a una librería más y nos dirigimos hacia el aeropuerto. El fin del mundo nos esperaba, pero esa, es otra historia.

2 comentarios:

MIGUEL ANTONIO LUPIÁN SOTO dijo...

Excelente crónica; hiciste que volviera a vivirlo.

La Rumu dijo...

Cuando quieras te presto las fotos... ah no.